Dan ganas de no morirse

La picaresca nos viene de lejos; de hecho, a lo largo de los tiempos ha quedado muy bien reflejada en algunas de las páginas más gloriosas de la literatura española.

Debe de ser algo innato; proliferan los ejemplares de la especie propensos a aprovechar, al menor descuido, el esfuerzo ajeno para, mediante engaño, obtener el propio beneficio.

Hubo y habrá siempre quienes viven con la pretensión de disfrutar de aquello que no tienen, pero que está al alcance de sus ojos y antes que lograrlo por sus propios medios optan por conseguirlo como sea, sin pararse a pensar que en su empeño puedan perjudicar a otros.

Cuando su propio esfuerzo no les conduce a las metas fijadas, se apartan del camino y toman atajos;  para llegar a ellas, todo vale, sin importarles la ética, la moral o el civismo.

Abundan esos ejemplares de la especie a los que parece no preocuparles que el engaño cause perjuicios a otros y agudizan el ingenio para burlar la buena fe de sus víctimas, sin detenerse ante nada ni nadie, ni ante los vivos, ni mucho menos ante los muertos, que ya no pueden quejarse.

Asistimos en estos días al descubrimiento de que en una de las capitales de la Vieja Castilla, un grupo de avispados pícaros se enriquecían considerablemente con prácticas irregulares en torno a algo tan cotidiano e inevitable como es la muerte de la gente.

Desde todos los ángulos se han cansado de repetirnos que en el mundo actual es imprescindible el reciclaje y la reutilización para evitar cargarnos los bosques, el entorno y la tierra misma.

Al parecer, era en Valladolid donde esto último se lo habían tomado tan al pie de la letra que llevaban ya dos décadas muy “mentalizados” y lo hacían a diario en su actividad empresarial de pompas fúnebres.

Es lícito que cualquier persona aspire a enriquecerse con su trabajo, dentro del respeto absoluto a las normas legales establecidas y con la honradez por bandera.

No es un secreto que los gastos funerarios en España, donde a juzgar por el tipo de IVA que se les aplica podrían considerarse un “artículo de lujo”,  son de los más elevados de Europa, pero aun así, en muchas ocasiones, las familias, más allá del derroche de sentimientos, hacen un último esfuerzo económico para dar a sus fallecidos la despedida más generosa posible, incluyendo un ataúd de calidad y las flores más frescas.

Resulta indignante, al margen de que la práctica sea también delictiva, que en los casos de incineración de los fallecidos, los pícaros de turno vieran su gran “negocio del siglo” y recorrieran con aparente impunidad ese camino despejado para enriquecerse sin límites, quemando los ataúdes baratos y revendiendo como nuevos una y otra vez los originales pagados por las familias.

Cuentan que también “reciclaban” las coronas y ramos de flores, en una permanente primavera mortuoria, revendiéndolas como nuevas a otras familias, suponemos que hasta que la languidez les obligaba a descartarlas definitivamente y a reciclarlas, esta vez de verdad en el contenedor de residuos orgánicos.

Confiemos en que al menos las cenizas entregadas a las familias procedieran de sus fallecidos.

Y si es inevitable vivir rodeados de pícaros, que para el último viaje, al menos, quien corresponda, permanezca vigilante, para que esas impresentables aves carroñeras se mantengan lejos, porque con ellos cerca, dan ganas de no morirse.