Hacia la indignidad del Estado

A estas alturas de la historia, ya nada debería sorprendernos, de aquellos barros, estos lodos.

Basta remontarse a la moción de censura para comprender que cortar la cabeza a Mariano Rajoy no tenía como fin último castigar la corrupción del PP, sino saciar el hambre de poder que siempre había demostrado el “doctor” Sánchez.

Sus aliados de aquellos días, entre los que destacaba lo más escogido de la fauna política española, parecían ya entonces encantados con la llegada del nuevo presidente, sabedores de que conseguir sus propósitos sería, a muy corto plazo, mucho más factible.

Puede que el presidente fuera siempre consciente de que algunas de aquellas nuevas “amistades” podían resultarle peligrosas, pero nunca pareció importarle.

Como quien ha trazado un plan oculto, renegó de algunos de sus nuevos “colegas” y lo hizo con reiteración en la última campaña electoral y muy especialmente, ante todos los españoles, en el único debate electoral ante los líderes de los otros cuatro partidos con mayor representación parlamentaria en aquellos momentos.

Víctima de su habitual “mala memoria”, a la hora de hacer justo lo contrario de lo prometido, ha ido echando en saco roto un buen número de sus promesas, devaluando su palabra hasta porcentajes preocupantes.

Fue cuestión de días pasar de su rotundo “los condenados cumplirán íntegras sus condenas” y su promesa de “penalizar los referéndums ilegales” del debate, a comprometerse para una “mesa de diálogo” con los separatistas catalanes, con el único fin de lograr una investidura por la mínima.

Da la sensación de que en ningún momento le ha preocupado “poner en riesgo” la unidad de España si para mantenerse en La Moncloa era imprescindible plegarse a las exigencias de quienes ya fueron condenados por sedición y de cuantos mantenían y siguen manteniendo como fin último, claro, rotundo e irrenunciable alcanzar su independencia de España.

Desde el momento mismo del “regalo” de las abstenciones separatistas, tanto el presidente, como sus ministros y cuantos forman parte del nutrido “coro” de entusiastas incondicionales, han venido llenándose la boca con la palabra “diálogo” y bombardeando sin descanso a los españoles hasta la saciedad con que más que una posibilidad, el “diálogo” es una necesidad prioritaria.

En estos días, cuando andan revueltas las autonomías, incluso algunas gobernadas por el partido socialista, porque se les niegan 2.500 millones de euros del IVA que les corresponden, alegando que el dinero no existe, se derraman promesas económicas, como si salieran del cuerno de la abundancia, para Cataluña, a las puertas de la famosa “mesa de diálogo” en la que el inhabilitado anfitrión Torra se atribuye el reparto de asientos para los invitados.

Hoy mismo, ha pedido a Sánchez que en esa reunión de la mesa estén dos condenados y dos fugitivos de la justicia; si siguen engordando la lista de participantes es más que probable que se quede pequeño el “camarote de los hermanos Marx” y haya que habilitar un centro de convenciones.

Sólo se han dado los primeros pasos, pero todo apunta a que si nadie lo remedia, con “relator internacional” o sin él, se avanza peligrosamente hacia la indignidad del Estado.