tabernas

Tabernas

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Uno aparece en su bar como aparecemos los atléticos y que definió a la perfección Jabois: todo el mundo está en catequesis y llegamos a jugar a la ruleta rusa.

Al fin y al cabo, los españoles llevamos tiempo buscando entre nosotros cuál es el bar más cutre. Nos servimos del volumen de cáscaras de cacahuetes en el suelo para medir el nivel del sitio. A saber. Si tiene tocino con pan es casi un notable; si «sólo me quedan banderillas», sobresaliente; «esto es todo lo que tengo», cuando echan en un plato de café el fin del bote de las cortezas, es un sitio al que volver siempre.

Las estrellas Michelín han sido a la cocina lo que los abdominales a todos aquellos que alguna vez intentamos jugar al fútbol. Es un invento moderno. El fútbol guardó algo de retrosexual hasta el día en el que se depilaron las cejas ya no los jugadores, sino los aficionados.

En mi taberna se grita de ira, dolor y gol. Allí nadie conoce el Wasapp ni mierda que los importa.

La verdadera división está entre los que beben tinto y los que bebemos cerveza. La simplificación depende de la hora y se atribuye a un vaso de sidra con hielos y copas a cuatro bambis.

Si el Atleti va empate, hay un señor que se pone un zapato al revés sobre la cabeza. No sabemos exáctamente en qué momento empezó la teoría pero, digamos, que en los últimos años algo va bien.

Somos muchos, pero siempre abiertos a más. 

‘La Rata de Getafe’ me dijo el otro día que coincidió con Valdano en un vestuario.

­¿Sabes lo que le dije?

­Ni idea.

­Sos un boludo, cabrón.

­¿Y él?

­No decía nada ¡que hubiera corrido más por la banda aquél hijo de puta!

Hablamos en estéreo. Y todo el mundo grita. Y se empuja. Y nadie dice nada.

­Mal se nos tiene que dar para no ganar la Liga, V…

­¡Cuándo os metamos cinco estaré más contento que un maricón con lombrices!

¡Ay del deje que la socialdemocracia considere insultante! Ahí está el votante medio que no confundirá jamás un homosexual de un maricón.

En las tabernas no hay lenguaje normativo, pero si una norma sincera consistente en preguntar al prójimo cómo coño está y esperarse a oir la respuesta. Lo contrario no es una cosa de la mala educación de la mala (a buen decir de Quintano) sino algo intrínseco a la rapidez de la vida con falta de analítica.

En las tabernas se han cerrado más contratos que en los palcos de los estadios. No es curioso por ello que en España no exista una forma exacta de contrato. Uno verbal, un suscrito, un rasguño de Bic en una servilleta o el más vinculante: un apretón de mano.

«A mi vez, yo diré que una noche me despedí de unos amigos con los que había estado cenando en un café de la Puerta del Sol. Creo que les dije que iba a volver en seguida, y volví siete años más tarde; pero ¿qué son siete años en un café de Madrid? Los amigos estaban todavía allí, y la discusión continuaba.»

Camba al día.

Las discusiones en mi taberna son las de todos los días, todas las semanas, todos los meses, todos los años. Ahí vamos los muñecotes engordando, exaltándonos menos al hablar con las entradas cada vez más prominentes.

Nos cruzamos en las callejuelas durante el verano y, con la mirada de soslayo, nos dijimos «adiós, muy buenas». Un intimamiento posicional no es la religión del indio que es una creencia masiva, de parroquia.

Cuando terminamos chocamos las manos fuerte. Los del Real Madrid también nos chocan y nos sueltan su perla. Adquieren por tanto el madridismo del bueno y noble, que en realidad es todo menos las gradas Fans, los Florentinatos, la alegación a la idiocia de un fútbol de petrodólares, y nosotros les deseamos lo mejor.

Ahora que no nos lee nadie, incluso me alegro de las victorias de mi eterno rival por ellos. Porque son dignos adalides de aquella herencia del gran Di Stéfano que siempre consideró al Atleti como su eterno rival ¡y que eso no cambie nunca!

Al finalizar los partidos, aunque no sean de nuestros equipos, hacemos un guiño tosco a la vida.

Es el momento de contar a la hora en la que nos levantaremos mañana, dar gracias «porque hay gente que no puede decir lo mismo» y convocarnos ciegamente a vivir lo mismo la semana siguiente.

O a los siete días, cuando la discusión continúe. Y es que «todo cambia y se transforma, mientras que este café permanece inmutable, con los mismos divanes, con los mismos camareros, con los mismos clientes, con el mismo menu, con las mismas ideas, con el mismo humo, con los mismos dramas y con los mismos cangrejos.»

Darío Novo