Terror en las calles

Vivimos en una democracia plena por mucho que el propio vicepresidente del gobierno, al que con nuestros impuestos pagamos su sueldo, el de su pareja y “presuntamente” el de su niñera, pregone a los cuatro vientos que no lo es.

Al contrario de otros regímenes a los que abiertamente admira, en los que no se dan ni las más básicas condiciones de vida, ni las libertades públicas más elementales, en España gozamos de una amplísima gama de derechos, entre los que la libertad de expresión es uno más.

Cada uno de nosotros tiene el derecho a expresarse como quiera, a hacer lo que quiera, pero sin olvidar nunca que todos y cada uno de cuantos nos rodean tienen idénticos derechos y que no podemos sobrepasar la línea imaginaria que separa los suyos de los nuestros.

En ningún caso deberían tener cabida la incitación al odio, los insultos, vejaciones, burlas, difamaciones, amenazas… ni aún en el supuesto de que todo eso, disfrazado de poemas o canciones de dudoso gusto y escaso arte, haya logrado encumbrar a ciertos personajes y les haya proporcionado una “legión” de seguidores.

Que el encarcelamiento, por condena en firme, de un individuo que ha hecho de todo lo anterior su profesión, haya desencadenado una auténtica tormenta de terror en las calles, no puede tener, al margen de las legítimas protestas cívicas, ninguna justificación.

Es inadmisible que, aprovechando las manifestaciones de quienes consideran que no se puede limitar la libertad de expresión, grupos del más variado pelaje sigan tomando las calles, ataquen a la policía, destruyan sin miramientos bienes comunes y propiedades privadas y saqueen establecimientos de todo tipo, pero muy especialmente tiendas de moda, deporte o electrónica.

Curiosamente, salvo error, no hay constancia de que en semejante vorágine de violencia, se hayan asaltado también establecimientos de ferretería y similares, donde se pueden encontrar gran variedad de herramientas de trabajo con las que esos individuos tendrían posibilidades de labrarse un futuro.

Por si todo lo anterior no fuera ya lo suficientemente grave, prender fuego a un vehículo policial con alguno de los agentes de la guardia urbana de Barcelona en su interior sobrepasa todos los límites y salta la línea de su vandalismo para convertirse en terrorismo puro y duro.

A estas alturas, ya no podemos andarnos con rodeos; no se pueden seguir utilizando eufemismos para envolver en falsas definiciones lo que no es otra cosa que terror callejero.

Dejen de amparar y justificar el vandalismo salvaje dibujándolo como una confusa lucha por los derechos, porque a la vista de los sucesos no se sostiene.

Resulta imprescindible que se dote de más o mejores medios a los cuerpos policiales que velan por la ley y el orden y entre sus funciones tienen encomendada la protección de los bienes públicos y privados, en lugar de criminalizar sus actuaciones y negarles el respaldo institucional.

Se hace necesario que algunos partidos minoritarios destierren definitivamente su inexplicable postura política y abandonen su pretensión de despojar a los guardianes del orden de algunos de sus elementos de autodefensa.

Lamentablemente, la formación de un gobierno “multicolor” en Cataluña ya presagia cambios significativos que pueden “facilitar” ese terror en las calles.