Todos los excesos se pagan

Aunque es un hecho que el comportamiento ciudadano de la inmensa mayoría de los españoles está resultando responsable y ejemplar desde aquel lejano 15 de marzo en el que al Gobierno no le quedó otra opción que decretar el estado de alarma para tratar de contener una pandemia que literalmente se le iba de las manos, no han faltado quienes, como si esta dramática guerra total contra el virus no fuera con ellos, han pretendido ir por libre.

Han pretendido, pero no lo han conseguido; humanos somos que aprendemos a fuerza de golpes y más aún a base de sanciones; más de 750.000 propuestas de multa se han formalizado ya; los hay, persistentes en su insolidaria rebeldía, que las han acumulado por decenas y los hay que han sido detenidos como única solución práctica a su reiterada desobediencia.

Algunos ilusos han pretendido alardear en las redes de sus “hazañas” creyéndose los más ingeniosos, temerarios, atrevidos e incluso los más divertidos de la galaxia, ante una situación que era y sigue siendo grave y es cualquier cosa menos “graciosa”.

Diariamente se han ido acumulando las cifras de demasiadas historias personales truncadas, de miles de mujeres y hombres que se han quedado en el camino, 23.521 muertos a día de hoy, que han dejado demasiadas familias destrozadas.

Día tras día hemos asistido a la ceremonia de la sangrante avalancha de datos de las ruedas de prensa, en las que por momentos ha llegado a dar la sensación de que se consideraba “buena noticia” que el número de muertos estuviera por debajo de los 400, cuando los 192 de los atentados de aquel trágico 11-M en su día escribieron una de las páginas más dolorosas de nuestra historia.

Para muchos todo este tiempo de encierro estaba resultando difícil y no se adivinaba una salida inmediata; especialmente para los más pequeños, muchos de los cuales, por su edad, han estado identificando al virus con aquel “hombre del saco” con el que se trataba de infundir miedo en tiempos pasados.

Ellos han soportado el encierro sorprendentemente bien, entre juegos, tareas escolares, programas de televisión, colaboración en las faenas de los mayores, salidas a la ventana y sólo algunos privilegiados correteando por el jardín de la casa.

Hasta que por fin, ese señor que sale hablando tanto por la tele, ése al que le eligen unas cuantas preguntas y nos cuenta a todos, grandes y pequeños, cómo van las cosas, lo preocupado que ha estado por nosotros desde el minuto uno y todo el dineral que se está gastando comprándoles a los chinos millones de mascarillas y test, aconsejado por un montón de “sabios” y por todos esos ministros, mujeres y hombres que están a sus órdenes, decidió que desde ayer ¡se podía SALIR a las calles!.

Casi 6 millones de niños y niñas, menores de 14 años, tras 44 días de paciente encierro, podían salir de sus casas, con sus juguetes, bicicletas, triciclos, patinetes, balones… eso sí, con UN adulto, UNA hora y hasta a UN kilómetro de sus viviendas, manteniendo la distancia con el resto de la gente.

Lo sucedido ayer ha quedado plasmado suficientemente en los informativos y en la prensa y ha corrido por las redes entre la incredulidad, la sorpresa y la indignación;  no fue algo generalizado, pero algunos comportamientos dejaron mucho que desear; resultan preocupantes las aglomeraciones producidas, la ausencia de mascarillas y el hecho de no mantener las distancias.

Es necesario que los adultos seamos conscientes de los riesgos que conlleva relajarse, que nuestras imprudencias pueden resultar graves y echar por tierra todos los esfuerzos realizados.

Siempre, pero especialmente ante un virus tan mortífero como éste, todos los excesos se pagan.