Un clamor contra el olvido

En la actualidad las zonas rurales suponen el 70% de la superficie del país y apenas llegan al 10% de la población total de España.

Quienes aún resisten, como auténticos numantinos, en los pueblos de Soria, Teruel, Cuenca, Zamora, Burgos, Ávila, Salamanca, Palencia, Guadalajara, Segovia, Huesca, Valladolid, Zaragoza, La Rioja, León, Jaén, Cáceres… han vivido las seis últimas décadas resignados a un abandono institucional sistemático, que los ha ido reduciendo a la desaparición completa o en el mejor de los casos a la mínima expresión.

La falta de servicios básicos y de expectativas de futuro fue el punto de partida para que ya en los sesenta comenzara un éxodo creciente de los más jóvenes desde las zonas rurales del país hacia las ciudades bien para poder continuar sus estudios o para encontrar un trabajo.

Con enormes sacrificios y privaciones de todo tipo, nuestros abuelos y nuestros padres permanecieron en los pueblos, trabajando duro en la agricultura y la ganadería y con enormes esfuerzos hicieron cuanto estaba en sus manos para que las siguientes generaciones pudieran alcanzar un horizonte que ellos veían muy alejado de sus términos municipales.

Aquellos jóvenes, hoy ya sexagenarios, terminaron sus estudios o encontraron un trabajo en las ciudades y permanecieron en ellas, lejos de sus pueblos, donde la situación de su marcha no sólo no había mejorado, sino que paulatinamente había seguido empeorando.

Primero desapareció la escuela por no contar con un número mínimo de alumnos, luego la tienda de ultramarinos por falta de negocio, la panadería por no contar con un continuador de la actividad, el bar por la ausencia de parroquianos, la farmacia…

En el mejor de los casos, permaneció abierta la iglesia, aunque compartiendo al cura con otros pueblos y reduciendo la actividad a la mínima expresión.

La falta de comunicaciones de todo tipo, transportes y lugares de esparcimiento fue diezmando hasta cifras insignificantes el censo de todos esos pueblos.

Las administraciones, tanto autonómicas como nacionales, han venido ignorando con pasmosa indiferencia ese declive que siempre ha sido evidente, pero que con el paso de los años se ha agravado por el olvido más absoluto.

Quienes pueden tomar las medidas necesarias para acabar con la realidad actual que los lleva camino de la desaparición están calentando motores para la campaña electoral que se avecina;  en sus manos está cambiar la tendencia con inversiones, medidas económicas, sociales y fiscales urgentes.

Las gotas que han ido cayendo sobre sus cabezas, como un auténtico tormento chino prolongado durante décadas, han desbordado el vaso de la paciencia de nuestros pueblos y han hecho saltar por los aires la natural resignación de sus habitantes.

Se suele criticar que la gente de los pueblos hablamos con un tono elevado, pero especialmente quienes han permanecido en ellos, han sobrevivido acostumbrados al silencio oficial y hasta ahora no habían alzado la voz para reprochar la falta de atención de sus gobernantes.

Hasta ayer, cuando, hombres y mujeres (y algunos niños) llegados a Madrid de casi todos los rincones de España, decidieron romper el silencio, gritar el olvido que siguen padeciendo y exigir soluciones para no desaparecer.

Quisiera creer que la inesperada lluvia de ayer en Madrid es una señal de que las cosas pueden llegar por sorpresa y cambiar la historia; nuestros pueblos confían en que sea así;  señoras y señores políticos, ¡no los decepcionen!.

Participar ayer, junto a todos ellos, en la multitudinaria manifestación de la “España Vaciada” en Madrid, no sólo fue un privilegio, era una obligación, una cuestión de responsabilidad como soriano.