Pinocho metido a presidente

Quién nos iba a decir hace algún tiempo que un día, metidos ya en el siglo XXI, el mítico personaje de Carlo Collodi, convertido en una persona de carne y hueso, aparentemente igual a cualquiera de nosotros, aunque tal vez más alta y más “guapa” que la mayoría, se iba a colar en nuestras vidas, hasta el punto de poder tomar cualquiera de las decisiones que nos afectan.

En la vida son admisibles las mentiras piadosas; esos pequeños engaños que ocultan la realidad con el fin de no herir sensibilidades, no crear innecesarias preocupaciones, o no hacer sufrir a las personas que nos rodean, disfrazando si es necesario los problemas o las situaciones más delicadas.

En política, como si fuera una patología congénita de esa especie, llevamos décadas asistiendo, casi impasibles, al engaño sistemático y especialmente al incumplimiento de lo que debería ser sagrado, las promesas dadas, la palabra y el compromiso personal de cumplir todo aquello que se “juró” hacer o no hacer.

Como si fuéramos animales irracionales capaces de tropezar una y mil veces en la misma piedra de ese mismo camino que últimamente hemos recorrido con frecuencia, damos nuestro voto, todas las veces que tengan a bien pedírnoslo, a quienes nos aseguran que harán tal o cual cosa o que en ningún caso harán tal otra; engullimos sus promesas sin parpadear y cegados por una verborrea que para sí quisieran los auténticos charlatanes de feria, confiamos nuestro hoy y nuestro futuro a auténticos mentirosos.

Siendo reprochable cualquier tipo de mentira, podemos ser todo lo comprensivos que sea necesario cuando quienes la practican son familiares, compañeros o amigos, pero resulta especialmente inadmisible cuando quienes nos mienten son aquellos que deciden nuestra forma de vida y tienen la capacidad de establecer las normas que regulan nuestra existencia, nuestro día a día y nuestro futuro más inmediato.

No hay que remontarse demasiado en el tiempo para ver cómo en 2004, el partido político que sólo unos días antes de aquel trágico 11 de marzo, era el claro favorito a ganar por mayoría las elecciones generales, las perdía tras ser acusado, especialmente desde las filas del partido que resultaría ganador, de mentir a los españoles.

Aquello ya es historia y desde aquellas fechas ha llovido demasiadas veces, pero al igual que entonces, hoy, los españoles se merecen un gobierno que no les mienta, un presidente del gobierno que no haga justo lo contrario de lo que aseguró.

Desde su aparición en la vida política son ya tan numerosas las ocasiones en las que ha incumplido su propia palabra dada que resultaría un trabajo casi tan laborioso como la más elaborada de las tesis doctorales.

Y eso es lo grave, que incumpla sistemáticamente su palabra en algunos asuntos trascendentales que afectan a todos los españoles, que anteponga sus intereses partidistas y personales y sea capaz de hacer justo lo contrario de lo prometido con tan de lograr su éxito.

Es imperdonable que con tanta insistencia “mendigue” el visto bueno de quienes tan claramente exigen dejar de pertenecer a España, la única nación de todos, para que le permitan, por activa o por pasiva, seguir siendo presidente.

Los españoles queremos tener un gobierno, pero uno que no se arrodille, que no claudique, que no ceda a los chantajes y a las exigencias independentistas que rayen la legalidad.

Hoy, como en marzo de 2004, como siempre, los españoles se merecen un presidente que no les mienta y Pinocho no parece ser el candidato más indicado.