Robin Hood a la andaluza

No está muy claro que el “truhán” universalmente conocido como Robin Hood o Robin de los bosques, existiera realmente por más que la literatura y el cine se hayan empeñado en mostrarnos con numerosas obras sus andanzas.

Nos ha llegado lo que se cuenta en sus historias, que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, eso sí poniendo en serio riesgo su integridad y su vida.

No es de extrañar que para el pueblo llano, especialmente para los más pobres y oprimidos, Robin, fuera un auténtico héroe de carne y hueso y que, tras protagonizar un sinfín de actuaciones, se convirtiera en toda una leyenda.

Al ser conocida tan peculiar “actividad” delictiva, se vio obligado a huir y esconderse en el mítico bosque de Sherwood, donde el bandido establecería  la base para planear sus operaciones «solidarias».

La idea que se nos ha transmitido de él, sus fines, más allá de sus métodos, han propiciado que lo veamos con cierta simpatía, hasta el punto de que si hoy en día se nos diera la oportunidad real de juzgarlo, es muy probable que acabáramos “indultándolo”.

Manteniendo las dudas razonables sobre su existencia, nos entusiasma la historia del noble inglés que acabó convertido en un bandido movido por su afán de hacer justicia y “redistribuir” la riqueza y llega incluso a despertar en la mayoría de nosotros una innegable admiración.

Pero lo que no debemos aceptar de ninguna manera es que nuestros representantes políticos, los gestores de nuestros impuestos y administradores de nuestro dinero, aunque para el puesto hayan sido elegidos en las urnas, se crean la reencarnación del arquero de Sherwood, se disfracen de héroes y se dediquen sin ningún control, ni rubor, a repartir lo que es de todos entre unos pocos privilegiados del entorno.

Es inconcebible, por más que lo diga una de las ministras más prestigiosas y valoradas de nuestro Gobierno, que “no es lo mismo el que se lleva a su bolsillo que el que no”.

Que un coro de voces, cada día que pasa con menos credibilidad, quiera hacernos comulgar con ruedas de molino y repita con insistencia orquestada que “no es lo mismo robar para uno mismo que para otros”, no cuela.

Ninguna ley perdonaría a un ladrón de bancos por el hecho de que entregara el botín a los más desfavorecidos de su barrio o entre los más próximos de su círculo de amistades, pero mucho menos si el “atracador” fuera el máximo responsable de la entidad, responsable de mantener a buen recaudo el dinero.

Desde que el Tribunal Supremo confirmó las sentencias de la causa política de los ERE de Andalucía, asistimos a un empeño organizado en hacernos ver que quien era máximo responsable no se enriqueció personalmente en medio del desbarajuste más absoluto en las arcas de Andalucía.

Era él quien tenía la máxima autoridad cuando, con la falsa excusa de los expedientes de regulación de empleo, permitió o no hizo todo lo que debía hacer para evitar, que casi 680 millones de euros públicos, acabaran en las manos privadas de quienes no debían acabar.

Es asombroso que especialmente sus compañeros de partido, que cuando los condenados son de otras opciones políticas se rasgan las vestiduras, sean ahora tan considerados y comprensivos, anden justificando una rectitud absoluta que la sentencia contradice y calculando el coste político de indultarlo cuando hay elecciones en seis meses.

No, no podemos aceptar como Robin Hood a la andaluza a quien tenía la obligación de exigir la absoluta transparencia en las partidas públicas y no evitó que el dinero de todos, aún no recuperado, acabara repartido sin control, logrando una red clientelar y un beneficio político innegable para su partido.