Saber perder

Es un hecho que los ciudadanos, por lo general, deciden dar su voto a aquellos candidatos que en campaña les prometen cambiar las cosas, corregir errores, mejorar la vida de las personas, fomentar la economía, acabar con el paro…

Sabemos, por experiencia propia, que la sinceridad de los políticos está sobrevalorada, que “prometen y prometen hasta que se meten y una vez metidos, olvidan lo prometido”.

No es precisamente el caso de Donald John Trump, 45º presidente de los Estados Unidos, que ganó las elecciones presidenciales de 2016 con la promesa de que “América primero, sólo América primero” y con ese objetivo comenzó su cruzada contra el mundo.

Empresario de éxitos y fracasos, desde su toma de posesión ha estado viendo a su país como una gran empresa y lo cierto es que durante la mayor parte de su mandato logró un crecimiento notable de la economía y del empleo.

Lo suyo nunca ha sido la diplomacia; sus peculiares formas lo han convertido, a  ojos del mundo, en un personaje pintoresco y odioso, que lo mismo insultaba a la prensa crítica, a sus rivales políticos o a mandatarios de otras naciones.

Materializó el abandono de su país de organismos internacionales como el Acuerdo Transpacífico de Cooperación, el Acuerdo de París sobre el Cambio Climático, la Unesco o el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

Rompió el Tratado Nuclear con Irán, cortó los fondos a la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos, suspendió las obligaciones de los EEUU en el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio…

Existía incluso el temor de que pudiera hacer que los EEUU abandonaran la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Y sobre todo, con el fin de favorecer la economía de su país, comenzó a establecer aranceles sobre bienes producidos o fabricados fuera de sus fronteras, originando no sólo el malestar de terceros, sino un perjuicio económico importante a fabricantes y productores del resto del mundo, incluidos los españoles.

Una de sus obsesiones ha sido desmantelar el “Obamacare”, Ley del Cuidado de Salud a Bajo Precio, de su predecesor y otra levantar un muro infranqueable con México, pero no ha logrado materializarlas.  

Todo parecía conducirle a una victoria en la reelección y probablemente la habría conseguido de no cruzarse en su camino la COVID-19, que no sólo ha estado sacudiendo a su país con extrema dureza, con récords mundiales de contagios y muertes, sino que personalmente a él; siendo un escéptico  cercano al negacionismo, sufrió en propias carnes la “cornada” del virus.

El resto de la historia lo han escrito los votantes y aunque el recuento, demasiado arcaico para la primera potencia del planeta, no ha terminado, ya ha mostrado con contundencia que él es el perdedor.

Acostumbrado a que todo le sonría, a salirse con la suya incluso cuando no le asiste la razón, Donald John Trump, más que un presidente derrotado, parece un niño enrabietado al que hubieran quitado su “juguete” y se niega a salir de su cuarto.

En sus 74 años de vida, ganó muchas veces y perdió en algunas ocasiones, pero es evidente que nadie le enseñó a saber perder.