Un drama humanitario

A estas alturas de la historia resulta imposible contemplar Venezuela y no admitir que la situación de los venezolanos continúa empeorando día a día ante la indolencia de sus gobernantes y la indignación internacional.

De tanto como nos lo han repetido mediante imágenes y testimonios, nos habíamos acostumbrado a ver como algo “natural” que la mayor parte de la población del país llevase demasiado tiempo soportando calamidades de todo tipo, especialmente escasez de productos básicos y medicinas y, fuera de los círculos del poder, falta de libertades.

Si bien los problemas vienen de lejos, se agravaron aún más cuando en marzo de 2017 el Tribunal Supremo, al servicio de Nicolás Maduro retiró los poderes legislativos a la Asamblea Nacional de Venezuela, en lo que se consideró un auténtico golpe de estado contra la oposición que a raíz de las elecciones del 6 de diciembre de  2015 controlaba esa institución con una mayoría de 112 parlamentarios frente a los 55 del Partido Socialista Unido de Venezuela, que preside Maduro.

Ni la oposición, ni la mayoría de los países que se integran en Organización de Estados Americanos, ni la Unión Europea, ni el G-7, reconocen a Nicolás Maduro como legítimo presidente, al considerar que las elecciones celebradas el 20 de mayo de 2018, en las que resultó reelegido para el periodo 2019-2025, no respetaban las normas internacionales para procesos electorales, carecían de garantías y por tanto se consideran ilegales.

La aparición de Juan Guaidó, actual Presidente de la Asamblea Nacional, el 11 de enero de este mismo año, anunciando que asumía las funciones de Presidente Encargado de la República de Venezuela, supuso un inicial respiro, no sólo para quienes sufren en sus propias carnes los efectos directos de la deriva bolivariana de Maduro, sino para numerosos países de todo el mundo, que comenzaron a acariciar el fin de una época lamentable.

Son ya muy numerosos los países que han reconocido a Guaidó como el único y legítimo presidente, pero ya han pasado dos meses desde entonces y Nicolás Maduro, no sólo no lo admite, se bate en “honrosa” retirada y le cede el testigo para que convoque unas elecciones limpias, sino que, irreductible, continúa al frente de un país que se desangra con el paso de los días, como un enfermo de gravedad sin tratamiento mientras se aferra a un poder que sólo reconocen sus partidarios, decidido a “morir matando”.

Resulta intolerable su empeño en evitar que la ayuda humanitaria internacional llegue a quienes la están pidiendo a gritos, argumentando que los productos retenidos en sus fronteras no tienen el fin de cubrir las necesidades más básicas de la gente, sino la pretensión de “envenenar” a su pueblo.

En estos días, cuando los apagones en todo el país lo están sumiendo en el caos más absoluto y ya han provocado una cifra de víctimas mortales que varía entre dos o cuarenta, en función de las versiones que da cada parte, lo cierto es que habría afectado especialmente a los hospitales, personas en estado más grave, a quienes precisan tratamiento de diálisis y, peor aún, a los recién nacidos necesitados de incubadora.

Alguien tiene que dar el paso; descartado el uso de la fuerza, que agravaría aún más el sufrimiento de la mayoría de los venezolanos, alguien tiene que convencer a Maduro de que él es uno de los mayores problemas, que quizás su marcha no ponga el final definitivo que todos esperan, pero facilitará el camino para poner freno al drama humanitario que viven, les devolverá la dignidad arrebatada y los llevará hacia el horizonte que han soñado durante demasiado tiempo.